Gravad forell y trazos en el mar


"Vine tan lejos buscando la belleza / he dejado tanto atrás", dice en una canción hermosa y sencilla Leonard Cohen. Tantas veces en estos cinco años de vida cusqueña ha venido esa frase a mi cabeza.

Hace poco dejamos la ciudad del Cusco por un pueblo en el Valle Sagrado. Nuestra vida en Cusco era privilegiada pero difícil. Era verde y azul, de sol y tormentas. Era encantadora y dura. Era bella, llena de árboles y flores y verduras fragantes. Era frustrante, con montañas de basura que se acumulan en las esquinas y horas diarias sin agua y huelgas violentas y una inseguridad creciente y que nos golpeó directamente en los últimos dos meses allá. Y al mismo tiempo abrir los ojos y ver árboles era un regalo. Todo eso estuvo nadando en mi cabeza durante semanas, como peces asustados.



Antes mis mañanas eran un poco caóticas. Despertaba con el primer hijo que me saltara encima, o me levantara la pijama para lactar, según la época. Bajaba sonámbula a prepararme un café. Hacía el desayuno mientras les gruñía a los niños que se alistaran para el cole. Siempre con la sensación de estar tarde, de no haber dormido lo suficiente, de que el día me había agarrado dormida. Hace años mi padre me dio una solución extremadamente simple: levántate antes que nadie. Siéntate a meditar mientras todos siguen dormidos. Cuando se despierten, tú ya estarás alerta, observándolo todo, como un águila. Me tomó años pero hace algunos meses decidí aplicarlo, tomar el toro por las astas, convertirme en águila. Así fueron las mañanas de mis últimos meses en Cusco (mi rutina ahora es distinta, pero parecida): me despertaba a las 6, leía media hora, me sentaba en silencio, hacía un poco de ejercicio. Bajaba a hacerme un café. Con la taza en la mano, aprovechaba la calma antes de que todos despertaran para planear mis próximos libros de cocina, para investigar, para escribir algún artículo. Un día necesité escribir una nueva entrada en esta bitácora, y nació el esbozo de esta. Como si fuera el capitán de un barco que no sabe qué ruta tomar, y que después de escribir sus dudas en el cuaderno recibe la visita de decenas de palomas mensajeras que llegan a su barco en altamar desde todos los rincones de la tierra. Con el café al lado, tajé el lápiz y en una hoja nueva escribí las opciones que teníamos, las rutas que podía trazar en mi mapa del mundo. No sabía adónde nos llevaría nuestro barco, pero confiaba en él, en su madera y en su diseño y en la capacidad y lealtad de mi tripulación. Después de algunos días de pensar y planear, rápido pero con toda el alma, quedó trazada la ruta: viviríamos cerca de Ollantayambo, donde unos amigos muy queridos tienen proyectos hermosos, en los cuales valdría la pena acompañarlos así los hicieran en la Luna. Mi adorada Hada tendría un tiempo de reposo y me dedicaría a unos proyectos editoriales que me tienen feliz. Tuvimos que tomar decisiones de la noche a la mañana, pero las tomamos con todo el corazón. En ese proceso me sostuvieron la fe y el amor de mis amigos, la fuerza de mi esposo, la certeza de que nos estamos acercando cada vez más al propósito que desde hace años nos susurra desde lo más recóndito del corazón.

 La primera vez que salí embarazada vivía en Madrid, y sentí una necesidad fuertísima, mientras más se acercaba la fecha de nacimiento de mi hijo, de volver a mi lugar natal, como hacen las ballenas, los salmones y las truchas. Uno de los principales motivos fue querer que mi hijo creciera comiendo frutas y verduras de verdad, con sabor, nutritivas y que no costaran lo que un diamante. Luego dejé Lima, sin pensar que en Cusco me encontraría con frutos en tecnicolor e insumos de otro tiempo. Que podemos, por ejemplo, preparar gravadlax a la antigua manera sueca, no con eneldo sino con agujas de pino. Un gravadlax andino, con trucha (un gravad forell, en realidad), con un gran pescado entero, como, imaginamos, hacían los antepasados de mi esposo cuando enterraban todo un salmón con sal y agujas de pino para que el frío lo fermentara y lo hiciera durar todo un invierno. Es por esta trucha, por las agujas de pino que podemos recoger a la vuelta de la esquina, por la sal de Maras que compramos por kilo y barato en el mercado, que decidimos no volver a Lima. Entre otras cosas, por cierto. Pero aquí está la esencia de lo que nos hace seguir en los Andes: una mesa con sol por la mañana, rodeada de hijos y amigos, preparando una conserva sueca de tiempos inmemoriales.













El gravad lax (y su pariente, el gravad forell, de trucha) es un antiguo preparado sueco, de tiempos en que la sal valía oro; no era sensato cubrir totalmente el pescado en sal, como se hace en otras conservas. Pero en Suecia sí había otro elemento que ayuda: el frío. Con un poco de sal, un poco de dulce y unas agujas de pino se enterraba el pescado bajo tierra, en el permafrost, que con el tiempo curaba la carne tierna y la transformaba en un alimento eterno. Ahora se prepara con filetes sin piel y con eneldo fresco picado, pero a nosotros nos gusta a la antigua. 

Un día preparamos un gravad forell, lo prensamos y lo dejamos reposar en la refrigeradora, nuestro permafrost artificial. Pasaron las dos semanas de rigor, lo olimos y todavía olía a pescado, no a conserva. Entonces le añadimos un poco de sal y otro poco de tiempo. Que resultó ser más que el esperado; vino el torbellino de la mudanza y el gravad forell quedó ahí, esperándonos en su eterno invierno. Lo empacamos y lo tuvimos a la mano, para que nos salvara el día en las primeras horas post mudanza, cuando todo siguiera en cajas y fuera física y emocionalmente imposible cocinar. Nuestra primera comida de nuestra nueva vida fue este pescado transformado en otra cosa, vibrante y una muestra tangible de que hay cosas que sobreviven los cambios y el paso inexorable de los días. A veces solo es preciso un poco de trabajo, de sal, de dulce, de tiempo.

Gravad forell

1 trucha grande
Sal de Maras o marina, gruesa
Azúcar rubia
Agujas de pino (o eneldo fresco)
Prensas
Planchas de madera
Film

Retira el espinazo de la trucha. Sécala bien, por dentro y por fuera, con papel grueso de cocina. En un tazoncito prepara una mezcla de cinco partes de sal por una de azúcar. Pon una fina capa de esta mezcla (aunque no demasiado fina) dentro y fuera de la trucha. Pon agujas de pino dentro de la trucha, encima y debajo. Cubre las tablas con film. Coloca la trucha entre las tablas y presiónalas bien con las prensas. Lleva todo el aparato a la refrigeradora (si no tienes prensas, puedes poner algo que pese bastante sobre las tablas, una vez que esté en la refrigeradora). Déjalo reposar dos semanas como mínimo.
Para servir, corta láminas diagonales del gravad forell, sin piel, y colócalas sobre tostadas o galletas rústicas, con queso crema y eneldo. Guarda siempre el gravad forell en la refrigeradora. Con el tiempo se secará, pero igual es buenísimo; yo lo pico y lo uso como topping para un arroz con encurtidos o sándwiches o sobre huevitos pasados o duros. Cada una de estas veces que el gravad forell te saque de apuros agradecerás haberlo preparado, haberlo esperado, haber asistido a su transformación. 


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